Escribo esto mientras a mi lado se consumen las velas en el altar en esta noche de Luna llena. Mientras meditaba contemplando las titilantes llamas que iluminan mi dormitorio, me vino a la mente una conversación que tuve hace poco y que me marcó de forma muy especial.
Hace unos días fui a visitar a mis abuelos, a los cuales no veo muy a menudo, ya que viven en otra ciudad. Él tiene 95 años y ella 90, aunque es complicado imaginarlos con tal cantidad de años, ya que hasta hace muy poquito él subía andando las nueve plantas que hay hasta su piso y ella se recorría la ciudad para irse de compras. Si bien desde que tengo memoria mi abuela afirma cada año aquello de disfrutad de mí, que el año que viene yo… ya no estaré aquí, jamás he escuchado a mi abuelo mencionar el tema tabú que tanta incertidumbre nos causa aquí en occidente. Hasta ese día.
Se sentó a mi lado en el sofá y, sonriendo, empezó a contarme lo feliz que estaba, la alegría que sentía al mirar atrás y ver que todo lo que ha sucedido en su vida ha sido bueno, o al menos todo lo que recuerda, señal de que los malos momentos no marcaron su vida. No encontraba nada de qué arrepentirse o lamentarse, y una profunda paz interior inundaba su ser, pues veía a sus hijos con sus respectivas familias, los tres con trabajo y, hoy por hoy, sin ningún problema de especial gravedad.
Estuvo horas contándome anécdotas de su vida, de las largas horas de trabajo y cómo mi abuela llamaba a la oficina preocupada cuando a las diez de la noche aún no había aparecido por casa, de cómo se las había ingeniado para encontrarle a mi tío su primer trabajo al terminar la carrera, las idas y venidas durante la compra de su piso actual hace ya muchísimos años, cómo se conocieron mis padres o nuestras escapadas al jardín comunitario a media noche para refrescarnos en verano cuando saltaban los aspersores y cómo mi abuela nos «regañaba» por volver chorreando a las doce y media de la noche… los minutos iban pasando y él, con la mirada perdida y una sonrisa de completa felicidad, me confesó que se siente el hombre más afortunado del planeta, que es totalmente consciente de que su tiempo aquí ha terminado y que está esperando tranquilamente a que llegue su hora mientras disfruta de sus últimos días. Que lo único que él desea es que, cuando cierre los ojos por última vez, lo haga tranquilo en su casa y no en la frialdad de la habitación de una residencia o ingresado en un hospital, sin enfermedades complejas, ni en un estado tan deteriorado en el que ya no se disfruta de la vida.
Al ver mi cara extrañada, se echó a reír a carcajadas y me dijo que disfrutara de la vida, que ahora todo puede parecerme eterno, pero cuando pasan los años y miras atrás, todo ha transcurrido tan rápido que uno apenas puede darse cuenta.
Como pagano, intento comprender el tema de la muerte desde otra perspectiva, trabajo a veces con aquellos que ya han partido e incluso ayudo a los que necesitan guía y luz en el tránsito, pero las declaraciones de mi abuelo me sorprendieron y rompieron muchos de mis esquemas. Jamás nadie me ha hecho tal confesión, ni jamás pensé que alguien pudiera estar feliz esperando el momento de atravesar el velo, especialmente cuando se tienen una salud, una movilidad y una mente en tan buen estado como las que tiene a sus 95 años. Sus reflexiones han supuesto una gran lección para mí y por ello hoy me gustaría compartirlas con vosotros.
Lo único que deseo y le pido al universo esta noche es que cuando mi abuelo cierre los ojos por última vez, que tenga a una persona junto a él o a alguna entidad al otro lado del velo que le haga sentir que todo estará bien y que le guíe durante su tránsito entre los mundos. Y muy especialmente, pido que ese momento tenga lugar estando mi abuelo en las mismas condiciones que ahora: sano, feliz y esperando su hora.
Que así sea.
Nuhmen Delos ~